Otoño en el valle.  Impresiones. Explosiones. Implosiones. 

Ya llegó el otoño para quedarse. Tras algunos días disfrutándolo como se merece, me permito escribir algunas líneas por aquí para dar fe de la cíclica belleza cromática que permea mis ojos, siempre por estas fechas, y que mis retinas pueden abrazar con fuerza, antes de que se zafe poco a poco, imperceptiblemente. 

El ruido y el hedor maquinal insoportables de la ciudad han quedado bien atrás, mientras subimos serpenteando por la carretera de Prádena hacia Puebla , con las ventanillas medio abiertas. Miríadas de helechos apostados en las laderas, se disponen en algunas zonas de manera anárquica, y en otras con un patrón que quiere parecerse a una terraza. Según la hora del día, parsimoniosos bóvidos flanquean el asfalto, protegidos por algún quitamiedos. Cuando alcanzamos el punto más alto en el puerto, no escapamos a la tentación de parar unos minutos y bajar del coche, aunque haga algo de frío. Y desde ahí, un mosaico inigualable con predominio de verdes y amarillos nos nubla la vista. “Aprovechad hijos, que observar esta belleza es un privilegio, y pronto se desvanecerá hasta el año que viene”.  Algún rojo y algún naranja, escurridizos al desinterés, flambean aislados. La convergencia del zigzag de la carretera conduce a nuestros ojos a Puebla, divisable detras detrás de una loma gobernada por la Silla Gigante de Meira, visible con prismáticos o zoom de gran aumento. 

El camino que nos lleva.

Ya desde Puebla, los caminos y también los encuentros son casi infinitos. En día laborable por ejemplo me encuentro al inefable Ángel, con el mono de trabajo puesto, acompañado por su fiel Rambo. En día festivo, pero en modo trabajo, al infatigable Julen, que emprende camino a pie con dos caballos allende la montaña para dejarlos en la vecina provincia de Guadalajara. Cargado con una mochila, cada tanto tiene que tirar de ambos colosos, para no llegar de noche. Cinco horas de paseo, nada menos. Volverá a reunirse con ellos el dia siguiente (¡también festivo!) para meterse en faena. Siempre es interesante observar la tranquilidad que transmite, y el modo en que parece comunicar con la naturaleza y los animales, a los que trata con mucho cariño y respeto. También algunos senderistas de fin de semana, que disfrutan del camino y de las vistas.

Al abandonar la carretera poco después de Las Puentecillas, los robles cargados de hojas amarillas nos susurran con su tenue silbo. El camino se empina bastante, a modo cortafuegos. A la derecha, algún casillo con piedra derruida, testigo de un pasado que en algunas cosas perdura. 90 grados a la izquierda y seguimos con el desnivel. Pero es corto. A través de piedra y roble llegamos en breve a La Silla. Explanada de descanso, reavituallamiento líquido y fotos de rigor. Por qué nunca me canso de estas vistas ? Ellos prosiguen su camino. Me quedo unos minutos disfrutando del silencio y de las vistas. A veces un par de amigos cuadrúpedos que se alojan por allí intentan sentarse, sin éxito. Son algo asustadizos pero muy tranquilos. Inseparables.

Angel, en horario laboral.
Acompañando a Julen en la subida.
Julen enfilando subida a la perimetral después de la silla, donde en breve se separarán nuestros caminos.
Tranquilos y apacibles amigos.
Iniciando bajada de camino de regreso.

Regresamos al Pueblo pero, ¿por qué no iniciar subida al Larda ? Llego a las casas de los cubos, con troncos cortados a ambos lados del camino, que enseguida llega el frío. Y sigo subiendo. A una determinada altura miro hacia atrás, y ahí abajo está Puebla. Maldito Madrid, aprende de ella, en comunión con la naturaleza, con los árboles que la rodean. Entre semana observo árboles por la ciudad de belleza y colores similares , pero que parecen apagados con la compañía del cemento y el asfalto. Me quito este pensamiento de la cabeza, ese amor-odio que tengo con la capital, y continúo. No hay nadie. A distancia, a más de un kilómetro, en la vecindad del collado, escucho graznidos lejanos, regodeándose en la ausencia del ser humano por allí. Unos minutos después, las aves se percatan de mi presencia y se mudan en desbandada a unos 50 metros de allí. Al fondo, hasta donde alcanza la vista si el cielo esta claro, se levanta inmisericorde Madrid, aunque la fuerza de su gravedad no ejerza aquí ningún efecto en mi. Hoy no.

Se puede subir más , como tantas otras veces, pero esta última vez no me apetece. Reanudo descenso, entre algunos robles pelados, incluso casi vertical alguno, que imitan a algún tótem indio. 

El camino de vuelta desde arriba se ve mucho mejor que el de ida. En una curva a la izquierda parece que las montañas van a chocar. Sigo sin ver presencia humana hasta llegar al pueblo. Algunas flores y el zumbido de dípteros e himenópteros me distraen hasta llegar definitivamente. Regreso a casa ? Segundo desayuno ? O me desvío hacia la senda de los Robles Centenarios? Seguramente esto último, pero lo veremos otro día. Mis ojos han olvidado el cemento y el asfalto, mis pulmones el monóxido de carbono y otras partículas nitricas, y mi cabeza la tensión. 

Los Cubos, salpicados de troncos.
Vista de los casillos subiendo hacia el Larda
Divisando el Collao Larda.
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